sábado, 21 de junio de 2008

De asuntos precipitados

Yo no sé, pero quizás mi problema es que estoy cada día más tonta. Bastó que el muchachito me dijera: me gustas caleta. Así, en fuente estándar, tamaño 12, color negro, en cursiva. Que te ríes mucho y que eres muy linda y que te tuve todo el día en la cabeza, pero esto apenas a unas ocho o nueve horas de haber hablado por primera vez. Yo no sé, toda la vida he estado acostumbrada a que los primeros contactos con el otro estén poblados de secreteos y coquetería, pero casi siempre esas cosas están más cargadas de mi lado, o cuando se equiparan es un juego en el que pesa más el secreteo y las miraditas, y esto de poner todas las cartas sobre la mesa así de rápido me tomó mucho más de sorpresa de lo que yo pensaba. Pero acaso el chico fuera en realidad un buen chico y estaría bueno darle la oportunidad, qué se yo, y por eso dos días más tarde pasan cinco minutos en una micro con él sufriendo por tener alguna ocurrencia que decirme, y yo tratando de no sufrir por el dolor de mis zapatos de taco nuevos, y con algo de pena me doy cuenta de que él no puede sacarme los ojos de encima y yo podría, perfectamente, vivir sin él. Esa mañana me río menos y estoy segura de que él lo nota, pero no dice nada. No dice nada porque no sabe cómo hablarme y yo me sonrío un poco por dentro pero porque, por primera vez, hay alguien tan insistentemente embelesado conmigo y a mí no me provoca nada. Yo no sé, quizás es que en verdad estoy más tonta y no aprovecho, como me dice mi mejor amigo por otra ventanita en fuente estándar: el problema es que yo sé lo que se siente estar al otro lado, y ese daño no quiero hacérselo así de conscientemente a nadie.

Está el consuelo, para mí al menos, de que soy menos ignorable de lo que yo pensé. Aunque sea para un chico de veinte que tiene cojones suficientes para mirarme en todo el viaje de la micro, pero que le faltan muchos otros para ser él el que iniciara nuestra incómoda conversación.

miércoles, 18 de junio de 2008

El problema.

Cuando en esa oportunidad me sonreí y lo conduje segura a una oficina oscura y tibia sentí miedo. Me gustaba demasiado su olor y sus manos. Frente a mí, alto, impaciente e incapaz. Más hermoso y desgraciado que nunca: siéntate que no te alcanzo.
Titubear era su placer culpable. Una fiera al fin lo tumbó en la silla y se embistió contra él. La humedad de sus besos, la intensidad de sus abrazos, sus manos, sus hermosas manos recorriendo con fuerza mis caderas y espalda. Una de las primeras veces en que sentí que no por ser mujer no tenía derecho a calentarme con alguien, y desearlo porque sí. Claro que Dios para el Día del Juicio me va a señalar y juzgar, porque claro determinó en los mandamientos, no desearás a la mujer de tu prójimo. Y bueno, yo no deseaba a la mujer de mi prójimo, pero sí a mi prójimo. Mientras mi sangre ardía y mis contoneos pedían que no se detuviera se paseó en mi cabeza la silueta de una mujer rellena y desaliñada, que esperaba a alguien, que cuando llegaba lo recibía con un beso y ese beso se convertía en una caricia, en una encerrona contra la pared, en una tocá de pierna y terminaban revolcados en una cama, mientras entre susurros el tipo decía Fer.
Me agité y me separé, tomé mis cosas y dije vamos. Yo no quería a ese hombre, lo deseaba. Aquí es cuando irrumpe brillante en mi vida la hermosa palabra infidelidad. Pero tan joven no podía ser infiel, la infidelidad es una palabra que usan los adultos, la gente que tiene casa, guaguas y sexo con alguien que no es su cónyuge. Yo no. Y nunca tuve con él; durante dos años jugamos, mentimos y nos mentimos, nació una guagua y yo besé un par de bocas, hubo distancias y acercamientos, dudas y certezas, mensajes de texto de madrugada, meils, invitaciones, conversaciones, discusiones, chocolates, más meils, hasta que descubrí que tenía frente a mí al hombre que siempre había querido, así tal cual, con todos esos defectos y las virtudes que lo acompañaban y para mi horrorosa suerte, estaba casado.
Un día se enteró que yo ya no estaba dispuesta a contemplar su vida en silencio y desperdiciar la mía por la imposibilidad de concretar nuestros deseos, y que estaba queriendo a otro. Y creyó que yo ya no lo amaba más y junto con terminar el juego se replanteó su vida. Asfixiada de egoísmo y desvergüenza no quería dejarlo, pero dijo, Fernanda, tengo una familia y la estoy perdiendo. Miro a mis hijas y lloro, en mi casa se han dado cuenta que estoy distante, lejano, que no quiero que me hablen, que quiero estar solo. Mientras haya un hilo de esperanza, yo voy a pelear por eso.
Y ahí está frente a mí, en una plaza llena de voces, el hombre de mis sueños diciéndome que me quiere y que por eso me deja, y porque él ya armó su vida y yo tengo que armarla con alguien que no esté en sus condiciones, y yo le digo que una no escoge de quién enamorarse y que no quiero perderlo. El problema no fue hallarlo, el problema es olvidarlo.

martes, 17 de junio de 2008

De la religiosidad y la moda

Esa vez, la primera que nos vimos después de mucho tiempo, llevaba puesto un vestido verde a rayas. Lo había comprado el día anterior en una tienda de ropa usada, al encontrarlo lo más bonito y triste que nunca había visto en una caja con olor a abuelo. Caminamos un par de cuadras en línea recta y, cuando llegamos a la Recoleta, tiré de tu manga para que dobláramos por una calle, sin obtener mayores resultados. No. Por qué no. No sé, podrían asaltarnos o peor. ¡Bah! No va a pasarnos nada, vamos. Créeme, no. Te propuse que cada quién siguiera por su lado y nos juntáramos frente a la vitrina del almacén de los sombreros que estaba a tres calles, ante lo cual te estiraste todo lo largo que eres y me miraste poco convencido. No supe si querías saber que efectivamente no iría contigo o, muy por el contrario, sólo querías mostrarme que si iba por esa calle nada te haría seguirme. La cosa es que aceptaste, seguiste siempre en línea recta por en frente de la iglesia y yo me quedé mirándote: te vi espantar unas palomas con la punta del pie. Después, en vez de seguir por mi camino, me detuve en el umbral de una puerta y esperé un buen rato, enmarcada como una virgencita en una estampa, imaginándome lo impaciente que estarías. Estarías enojado, de seguro, y los caros sombreros te molestarían más y más conmigo. Cuando te vi venir corriendo pensé que me dirías las cosas más nefastas por estar en esa puerta jugando como una niña cuando tú sentías ese inexplicable miedo a los ladrones. Sin embargo no dijiste nada. Te quedaste viéndome como si me hubieras bajado de un globo y yo, como pude, me enrollé con brazos y piernas, porque no todos los días alguien volvía por mí al umbral de una casa extraña. Fue lo más extraño reconocerme de esa manera, como una trampa, después de tantos meses. Aproveché de enrollarme, con dedos y pelos, a tu cuello lleno de borlas por detrás de las orejas. Las tenías tan heladas que tuve que quitarlas de la boca y taparlas con jirones del vestido verde de líneas blancas, y apretar fuerte mis manos para que nada se me fuera a escapar otra vez entre las arrugas de la tela y tu cabeza.

sábado, 14 de junio de 2008

Para tener una confesión

Me da vergüenza, pero hay que reconocer
que me muero por hablarte
ya me cansé de aguantar que me pongas los ojos encima
así, desafiante,
desafiante porque no vas a ser tú el que me llame y me detenga
pero lo mismo me llamas aunque no quieras
porque se te ha pegado la costumbre de aparecérteme en los sueños
y de quedarte en mis recuerdos
de sentarte en la más nueva de las sillitas de respaldo en mis recuerdos
y no sé como espantarte pues,
si te hablo,
tu voz me va a quedar retumbando en los rincones,
y si no te hablo el silencio me va a pesar en los hombros
hasta que caiga al suelo y llore.