Digamos que nunca acordamos que él viniera a morderme el cuello. Fue una cosa que salió de repente, mientras él me abrazaba por la espalda y yo tenía los brazos cruzados para tomar con mi mano izquierda su mano derecha y viceversa. Desde el día en que, aparentemente, nos hicimos amigos que hacemos lo mismo. Pero lo del cuello fue una novedad. Estuvo dos segundos recorriéndome la base del cuello con los labios y luego me acercó los dientes. Me vino un escalofrío. Lo hizo otra vez: otro escalofrío. Después se me ocurrió que lo tenía demasiado pegado a mí, siempre desde atrás. Pero fue algo muy de la guata, muy desafectado.
Me acordé de una conversación que había tenido una semana antes con una amiga, que me comentó que cada vez que uno de sus amigos le mordía un hombro entre juegos a ella le daba un escalofrío, y no fue hasta mucho tiempo después que notó, cuando una vez su novio hizo lo mismo, que eso la calentaba.
Por un momento pensé en dejarlo hacer. Después habría llegado a casa con una mancha delatora que me habría obligado a andar con pañuelos toda la semana como una estúpida (pero una estúpida satisfecha). Ahí me atacó el sentido común: la decisión era entre seguir el instinto y asumir la consecuencia o mantenerme igual de digna que antes, pero con el descubrimiento de esas nuevas ganas. Le dije que no lo hiciera. No me hizo caso hasta que pasado un rato comenzó a reírse y se dio cuenta de que se estaba entusiasmando sin base alguna. Terminamos conversando medio abrazados, yo sentada en una de sus piernas.

Tengo ganas de que me muerdan el cuello. Pero no cualquiera, no sé. No él. Después eso complica las cosas: ¿por qué es que las chicas decentes como yo tienen esa regla muda de no agarrarse a los amigos? A veces me gustaría ser más desenfadada. Quizás si saliera a bailar podría conseguirme a un incauto cualquiera para que me besara todo el camino del cuello; entonces me bajaría un ataque de risa y lo detendría ahí para que no acercara nunca su boca a mi boca, en un intento frustrado de tener la decencia que tenía la mujer bonita cuando atendía a sus clientes. Sólo que esta vez sería yo la clienta de un servicio que se entrega a cambio de nada más que unos movimientos que nunca aprendí y que me nego a aprender.
No quiero bailar. Por ahora me contento con que me muerdan el cuello.
3 comentarios:
Precisamente es en la novedad, amiga, donde radica el desastre.
Es bueno tener reglas cuando ambos comparten la causa, pero es común que el otro,enun arranque de no sé qué, se olvide de ella. Esto difícilmente me lo van a oir decir otra vez, pero para mí los amigos son sagrados, así que claramente ninguno de Aquellos (sí, Aquellos, así con nombre y letra) llegó a ser realmente considerado digno de mi amistad. Amigos son amigos, los novios son otra cosa.
Digamos que sin reglas las cosas no resultan, aunque claro, las reglas están también para romperlas. Y también te entiendo en cierto punto: resulta que mi debilidad en el cuello es tan grande que se me hace irresistible que unos labios se paseen por ahí. La novedad, en este caso, no existe.
cuellos! dios es malo,muy muy malo por hacerlos tan sabrosamente sensibles!
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